lunes, 5 de diciembre de 2011


Un día perfecto
o
La magia de las palabras.

Septiembre llegó cargado de promesas, regalos inesperados y expectativas. Como siempre, porque desde siempre, ese es el olor de septiembre para mí. El mes de los nuevos comienzos.Todavía se podía disfrutar de días de sol y luz, así que nos preparamos y nos fuimos a la playa. Las chicas. Me encantaba como ibas de mi mano, con tu mono de playa y tus sandalias de goma,el cubo colgado de tu mano izquierda, la derecha agarrada a la seguridad de tu madre, y caminabas con tus pasitos titubeantes, seria y concentrada. A veces nos deteníamos, te colocabas bien el cubo o lo agarrabas mejor y luego seguíamos.
- ¡Agua!- decías cuando veías el mar desde lo alto de las escaleras al tiempo que lo
señalabas con tu manita.
Y allí te encaminabas decidida y con paso firme de bebé, sin prisa. Bajábamos las
escaleras de una en una y saludabas a la gente que te cruzabas al subir. ¡Hola! Les decías.
Ya te habías aprendido todo el ritual de llegar a la playa, pero apenas yo dejaba la bolsa sobre nuestro pedacito de arena, sacabas de tu cubo tus moldes y tu pala, el rastrillo lo habíamos perdido en la expedición anterior, y entonces yo te decía que había que esperar y empezaba a quitarte la ropa, cambiarte el pañal por uno para el agua, uno que tenía a Coco, tu biquini, el gorro y algo muy importante, la crema protectora antes de que estuvieras llena de arena.
- ¡No, no...!-me decías cuando te la extendía por la cara.
Y yo insistía y te decía que había que darse la crema para que el sol no te hiciera pupa, y aunque no te convencía, de alguna manera conseguía darte la crema.
Y allí mismo te ponías con tu cubo, tus moldes, tu pala y tus manos a jugar, perdida en tu mundo de entretenimiento puro. En dos minutos ya estabas llena de arena. El tiempo que yo tardaba en poner la sombrilla, guardar la ropa y dejarle un mensaje a aita para que supiera que sus chicas estaban en la playa y nos viniera a buscar.
- ¡Ama!,- me decías a veces, y me señalabas un molde para que te hiciera un pastel de
arena que rompías de la misma.
Y así pasábamos el rato, tú entretenida con tu arena y yo mirándote, disfrutando del
momento, bajo la caricia del sol y acompañada por el constante rumor de las olas en la orilla. Y atraída por ese incesante ir y venir decidí atrapar ese instante, guardarlo para siempre. Quería tener un bote de cristal y meternos a las dos en él, sombrilla incluida, con el horizonte y las olas de fondo, ponerle la tapa y mirarlo como quien mira una bola de cristal, de esas que se agitan y cae nieve o purpurina. Desde que habías nacido había vivido muchos momentos así, pero la memoria tiene sus trampas, crees que jamás los olvidarás, pero luego se pierden en el olvido informe, amalgamados entre mil vivencias anodinas y rutinarias. Era una obsesión atrapar los
recuerdos que se mostraban esquivos la mayoría de las veces, así que la única forma de guardar aquel recuerdo era escribirlo, capturarlo del olvido y hacerlo real mil veces cada vez que lo leyera. También quedaría para ti, para que algún día recordaras un día de playa. No hay fotografía que atrape ese instante y si la hay yo no sé tomarla. Esta es la única forma que conozco de atrapar la realidad y conservarla, volver a revivir la sensación de la brisa y su sabor a sal, el sol brillando sobre el mar de septiembre, y tú, tan hacendosa, con tu gorro y tu biquini de flores jugando con la arena.
Luego me dijiste ¡Agua! Y extendiste tu manita llena de arena para que fuéramos a la
orilla, y hacia allí fuimos. No tenías miedo del agua, te encantaban las olas, no te importaba que te arrastraran aferrada a mi mano, pero no te gustaba nada que aprovechara para limpiarte la arena. Cada vez que venía una ola y te hacía saltar por encima de ella chillabas encantada y pataleabas en el aire y tu risa estallaba y se perdía con el ruido del mar. Y así podíamos estar un buen rato.
- ¿Volvemos a la arena? ¿Volvemos a la toalla?- te preguntaba cuando pensaba que podías tener frío.
- No, - me contestabas,- ¡Agua!
Y pateabas el suelo para que te volviera a hacer saltar por encima de las olas. Tu risa se metía en mi piel y me esponjaba de gozo. Y volvía a ser una niña, disfrutando de las cosas sin más, haciendo de algo tan sencillo como saltar las olas, lo más divertido del mundo. Y yo aprendía, aprendía a centrarme, a estar en el aquí y el ahora, sin más, a ser feliz con muy poco. O con tanto.
Cuando tuviste suficiente, te giraste y regresamos a la arena. Te arropé con una toalla contra mí para que no te quedaras fría y te dormiste en la teta.
Mientras dormías pude hacer una de las cosas que más me gusta hacer en la playa bajo
una sombrilla, que es leer. Terminé una novela con la que estaba disfrutando mucho, una historia de esas que da pena terminar y cuando lo haces vuelves la página esperanzada para ver si hay algo más, una última perla, algo, que te hayas dejado. Luego, todavía empapada de la historia que acababa de terminar y mientras esperábamos a tu padre, me dediqué a dejarme acunar por el rumor de las olas y contemplar la playa bajo la luz tamizada del atardecer de septiembre. Sin más.
Fue un día perfecto que atrapo para ti y para mí en un pedazo de papel, para que vuelva a ser real y vuelvas a vivirlo cada vez que lo leas.
Esa es la magia de las palabras.