martes, 7 de diciembre de 2010


Muchas veces, cuando paro un poco, no entiendo el mundo en el que vivimos. Por un lado parece que las personas nos estamos alejando de nuestra esencia, como si separáramos la carne del hueso, pero ahí seguimos todos, encantados con nuestra pantomima. Son malos momentos para muchas cosas estos. Hay quien dice que los momentos de crisis son a veces el acicate que se necesita para dar un giro, para replantearnos las cosas, que son los exámenes que nos plantea la vida, a ver qué tal vamos con la materia, para que no nos dejemos llevar por la corriente automática. Otras veces, es muy complicado salir de esa corriente automática, porque la vida real con sus necesidades y sus exigencias tira de tí. Y cuando hablo de necesidades y exigencias, me refiero a necesidades y exigencias reales y básicas. Me temo que estos conceptos también han variado bastante. Quizás es que vivimos inmersos en corrientes variadas que no terminan de cuajar en nosotros. Bombardeados por infomación de todo tipo, sabemos de la importancia de reciclar, de los productos naturales y la agricultura biológica, del consumo responsable... Ay, el consumo, malos momentos estos, con las tiendas llenas de gente, de empujones (sobre empujones y cortesía básica habría mucho que hablar, quizás algún día me lance). No sé los demás, pero yo convivo en mi minúscula cocina con tres bolsas de diferentes colores para recilcar los diferentes materiales, en una especie de desorden controlado (hay que bajar el papel o el cristal o los envases o las tres cosas a la vez, y parece que una vez que eso ocurra, el orden volverá, pero eso nunca ocurre porque la bolsa se vuelve a llenar). Todos sabemos de la importancia de bajar un poco el ritmo y disfrutar de las pequeñas e importantes cosas en nuestras vidas, de que no siempre más es más, de volver un poco a nuestras raíces naturales, nuestra esencia... Hermosas palabras.

Mi hija tiene casi catorce meses y sigue lactando. Ayer tuvimos que comer fuera de casa y fui plenamente consciente de todos y cada uno de los codazos cuando alguien se daba cuenta de que daba de mamar a mi hija. Recuerdo que durante los primeros meses, me abrumaba el pensar que sólo disponía de dieciséis semanas para poder amamantarla. Luego la incorporación al trabajo no se dio, es decir, yo renuncié a un trabajo con unas condiciones que no respetaban al individuo ni me permitían tener una vida mínimamente normal, y mucho menos, disfrutar de mi hija y atenderla como debía y quería. Y para quienes saquen sus cuentas y empiecen con la cantinela de que eso es muy fácil de hacer cuando se cuenta con recursos, les diré que no, que no disfrutaba de esa situación. Meses depués, tuve oportunidad de incorporarme a otro tipo de trabajo que me permite seguir dando pecho a mi hija. Y así seguimos.
No nos comparemos con otros países porque salimos perdiendo en muchos casos. Sólo diré que la OMS recomienda la lactancia hasta los dos años. En cualquier caso es algo que disfrutamos mi hija y yo y tan natural como respirar, ahora que se va a poder respirar libremente en cualquier sitio. No es que me afecten los codazos, pero no puedo dejar de revolverme contra algo que me resulta incoherente e incomprensible. Quizás es que la esencia del ser humano sea precisamente esa, la incoherencia.